Sin garantías: la Revolución de Octubre

Desde una perspectiva actual y a cien años, este ensayo reseña, analiza y pasa juicio crítico al acontecimiento que marcó a la tradición comunista.

Fecha:
9 de enero de 2018

Autor:
Héctor Meléndez

Resumen:
Este ensayo explica los acontecimientos principales de la Revolución Rusa de 1917 y relaciona el colapso de la Unión Soviética en 1991 con las limitaciones y transformaciones del estado soviético. Discute las ideas de Lenin, el partido bolchevique, las revoluciones de febrero y octubre de 1917 en Rusia y la evolución de estado soviético bajo el régimen de Stalin. Señala el carácter contradictorio y complejo de la Revolución Rusa y destaca el poder popular de los soviets como una de sus características singulares. Indica la importancia de la revolución soviética en la globalización de las teorías comunistas (que persiguen una sociedad sin clases y critican radicalmente el capitalismo) y su estímulo a revoluciones y movimientos en diversas regiones del mundo. Discute las etapas de la revolución y la república soviéticas, así como la llamada burocratización y los masivos crímenes de Stalin en la década de 1930, y cómo estos contribuyeron a un desprestigio moral del ideal comunista, que todavía continúa. Analiza la identidad del “marxismo” y sus cambios desde su difusión por la Internacional Comunista a partir de 1919 hasta su expansión al relacionarse con luchas políticas en los diferentes continentes. Comenta la situación de las ideas socialistas en el capitalismo consolidado y globalizado actual.

Texto completo:
La Revolución Rusa, hace un siglo, inició un paulatino debilitamiento de la hegemonía capitalista global, pero también el tránsito hacia una fértil crisis de la doctrina comunista, i.e. que reclama una sociedad sin clases. Más que celebrar imágenes debe interrogarse e investigarse el carácter contradictorio de aquel extraordinario momento y de los proyectos que lo han sucedido.

Con la Revolución Bolchevique de 1917 las masas populares fueron “demasiado” lejos, se hicieron independientes, se rebelaron con éxito como clase. Un grupo comunista —y especialmente un intelectual ilustrado y fanático del comunismo— las apoyó, las estimuló y las celebró, justificando su ira acumulada, adscribiendo un sentido histórico a su transgresión y reivindicando el saber popular de este personaje colectivo, la clase obrera. Se produjo así por primera vez un estado enteramene nuevo.

El monumental problema apareció de la construcción del nuevo estado, y que éste fuese capaz de conciliar las “contradicciones en el seno del pueblo” —según la frase de Mao— y además prevalecer sobre enemigos numerosos: de hecho, los grandes poderes del planeta. Es cuestión gigantesca, más aún si se comprende que es una contradicción decir que un estado sea revolucionario y a la vez estado, pues la revolución es antítesis del estado. El problema dialéctico persiste, y la Revolución de Octubre lo asumió por primera vez y en grande.

Como en algunos levantamientos “pequeños” de huelgas estudiantiles en la universidad, la cuestión no es sólo si la rebelión fracasó o tuvo éxito consiguiendo lo que solicitaba —así piensa la mente empresarial burguesa, reducida al beneficio instantáneo—, sino si fertiliza un movimiento históricode las clases populares: si reproduce al proletariado como figura diferenciada y como realidad política que encabece y represente la sociedad en su pugilato por liberarse del capital. Pues sociedad y capital son incompatibles.

Para la clase capitalista —ésta es un proceso transnacional— apareció también un magno problema, y fue cómo controlar las masas populares en el futuro: cómo docilizarlas, domesticarlas, colonizarlas, contentarlas y sumergirlas, como un niño en una piscina, en el universo de las mercancías, del ego, de los deseos de las fantasías y el cuerpo, del juego y de los objetos; cómo divertir su intelecto y su imaginación en salarios y pasatiempos que reduzcan su vida a un transcurso simplemente individual; cómo lograr que se traguen su angustia y su melancolía, casi como la metódica represión de la antigua Atenas forzaba a los esclavos a introvertir su depresión y su miseria e introyectar su furia en silencio; pero ahora transfigurando la alienación en formas y prácticas de moderno civismo y felicidad de medicamentos, religión, drogas, espectáculo, dinero, estética y vida privada. El mercado capitalista busca sin cesar los adecuados opios del pueblo, y éstos son siempre pasajeros; los ofrece por ahora en la realidad virtual, el entretenimiento digital, las fantasías monoteístas, la “realización” escolar y familiar, la mediocridad mediática global, la normalización de la crisis de la vida y la reproducción.

Por temor a más rebeliones obreras, en los años posteriores a 1917 las clases gobernantes en países industrializados concedieron reformas laborales y de seguridad social. También en diversos casos promovieron el fascismo. Desde la segunda posguerra un aparato global bajo jefatura de Estados Unidos viene dando seguimiento a la fracasada encomienda fascista de proteger el capitalismo. Las luchas populares sin duda continúan y el capital aumenta su descrédito moral y social, pero el sistema imperialista está activo en impedir no sólo insurrecciones comunistas, sino cualquier triunfo electoral de la izquierda.

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La Revolución de Octubre mostró en la práctica la posibilidad de una dictadura de las clases populares sobre el capital. El vehículo inicial de la nueva hegemonía fue el poder popular alternativo que los trabajadores habían creado: los soviets. Sin embargo éstos resultaron demasiado débiles ante la represión y hostilidad contra el nuevo régimen, las presiones económicas que el capital impone a los pueblos, y la vieja cultura. En consecuencia el poder se concentró en el gobierno revolucionario.

No hay que identificar gobierno meramente con arbitrariedad, mediocridad y represión. Puede haber una calidad alta de gobierno si sus funcionarios tienen solvencia intelectual y moral, y clara comprensión de su función transitoria y de la estrategia que se persigue. El gobierno de la república soviética mostró estas virtudes, pero su calidad se deterioró severamente desde fines de los años 20, en lo que se ha llamado la burocratización y estalinización.

Desde el inicio de la revolución y durante la guerra civil, Lenin —quien tenía un trasfondo educativo privilegiado— insistió en que, aunque el nuevo régimen debiese endurecer su poder para suprimir las reacciones en su contra, debía impartir dirección política, es decir explicar, informar y entablar debate de ideas. Los obreros revolucionarios armados debían distinguir la naturaleza de las contradicciones particulares en cada instancia para resolverlas favorablemente.

Era una dialéctica dificil entre alianzas y coerción, entre búsqueda de consensos y marcha forzada, entre uso de la fuerza y aplicación de una razón política que atrajera a la causa los distintos grupos sociales y regulara los impulsos de revolucionarios de las clases pobres que enfrentaban innumerables situaciones hostiles, inesperadas y complicadas, a través de un país enorme. Pasar de tal comprensión teórica a su puesta en práctica tuvo, desde luego, grandes y muchos escollos, pero se logró, sobre todo gracias a la práctica colectiva de los soviets y, por otro lado, del partido revolucionario.

Implacables condiciones materiales renovaban las dificultades. No siguieron al levantamiento ruso revoluciones socialistas en la Europa industrializada, como esperaban los bolcheviques. Entendían, con razón, que el socialismo es un proceso internacional, y que el desarrollo científico-técnico industrial es básico para que se produzca riqueza suficiente para distribuirse plenamente. Aislada, la Rusia soviética dependió de la voluntad colectiva de los sectores sociales comprometidos con lo que parecía una locura, una cosa “del otro mundo”. De aquí que la Revolución de Octubre —y especialmente Lenin— fuese acusada, no sin razón, de voluntarismo.

Peor todavía, había devastación, desnutrición y mortandad. En 1919 el gobierno bolchevique empezó a exigir a los campesinos —generalmente a punta de fusil— el excedente de su producción, que usualmente vendían, para alimentar las ciudades. Fue una primera fractura en la alianza entre obreros y campesinos que la revolución proponía, y que el emblema del martillo y la hoz simbolizaba.

En sus últimos escritos Lenin subraya la importancia de la educación, las alianzas y la atención al campo. Es célebre su frase en 1922, cuando empezaba a estar incapacitado tras su primer infarto cerebral pero advertía la burocratización del nuevo estado —murió en 1924 a los 53 años—, de que el gobierno soviético parecía el gobierno zarista barnizado de rojo. El ascenso de Stalin, un militante desde los inicios del bolchevismo que evolucionó a ser déspota, no resultó sólo de sus maquinaciones mezquinas, sino de la sociedad y cultura que aún predominaban. Se ha señalado que Stalin fue una reminiscencia de los zares, pues no había desaparecido del todo aquella vieja cultura.

En sus primeros años la república soviética difícilmente podía enfrentar la enorme magnitud de fuerzas que se le oponían si no era mediante la centralización del poder en un grupo ejecutivo del gobierno. Aunque esta centralización fue objeto de críticas desde la derecha y la izquierda, su efectividad en prevalecer sobre la contrarrevolución, como núcleo de un monumental heroismo colectivo popular, le valió al gobierno soviético prestigio moral y político.

Años después el ascenso de la corriente burocrática hizo suya la imagen prestigiosa de la centralización del poder y del unipartidismo —el cual había respondido a condiciones desafortunadas y necesidades apremiantes— para crear una apariencia de necesidad revolucionaria, aún cuando hacía años habían pasado las condiciones que obligaron a aquella centralización. Esta confusión mediática disimuló la gradual instalación de la dictadura tiránica de Stalin.

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No era irrazonable el argumento de mencheviques y otros, que hoy calificaríamos como reformistas socialdemócratas, de que Rusia no estaba “preparada” para un proyecto socialista y que, después de la abdicación del zar en febrero de 1917 —provocada por la negativa de numerosos soldados a continuar en la guerra y su integración a las movilizaciones obreras—, era conveniente aceptar un gobierno de la clase capitalista y después gradualmente impulsar legislación progresista y socialista en el parlamento.

El problema con este argumento es que el deseo explícito y arrollador de la clase obrera de tomar el poder mostraba, una y otra vez, que el poder alterno de los soviets era más poderoso que la débil burguesía. Dependiente del capital extranjero europeo y del apoyo —por miedo al pueblo— de la reaccionaria aristocracia, la burguesía rusa nunca logró ascendencia política.

Al retornar Lenin a Rusia en abril de 1917 —se había exiliado diez años antes por la represión pos-1905 y desde Europa hacía su trabajo político—, enunció su evaluación de la situación. Propuso que el proceso político había pasado a una nueva fase en que no ya la burguesía, sino la clase obrera, debía gobernar; el gobierno provisional era en realidad burgués y estaba incapacitado para resolver el nudo histórico del país; debía trascenderse la república parlamentaria y establecerse una república de soviets; la guerra era un gran crimen de los gobiernos imperialistas y Rusia debía salirse de ella; las tierras debían pasar a los soviets de campesinos; debía nacionalizarse la banca y abolirse la policía, el ejército y la burocracia. Los bolcheviques, dijo, debían acelerar su influencia en los soviets, donde en muchos casos aún no eran mayoría. Debía crearse una nueva Internacional, dado el fracaso de la Segunda Internacional; los principales partidos socialistas europeos se habían sometido a la política burguesa al respaldar la guerra y el imperialismo, de paso identificando “Socialdemocracia” con política oportunista y capitalista.

En julio se evidenció un aumento en la movilización y radicalización de los trabajadores. Manifestaciones en las calles de Petrogrado de obreros y soldados armados chocaron con fuerzas represivas del gobierno, el cual culpó a los bolcheviques por la violencia. Una situación revolucionaria progresaba. Tras la insurrección de Octubre, los llamados al pueblo que hicieron los bolcheviques a unirse a la revolución tuvieron fruto rápidamente. Se sucedieron alzamientos y movilizaciones populares a través de Rusia y los países dominados por el imperio zarista (técnicamente independientes, pues al terminar la monarquía finalizó el imperio). Lenin fue, por aclamación, jefe del gobierno soviético entre 1917 y 1923.

Era urgente una reconstrucción de la sociedad en su conjunto, que sólo las clases trabajadoras podían encabezar con éxito. Las condiciones sociales favorecían la hegemonía obrera sobre una amplia alianza de clases y grupos oprimidos para crear un nuevo estado, una “dictadura democrática de obreros y campesinos”: dictadura sobre el capital, democracia hacia el pueblo. Más aún, había que conquistar dicha hegemonía con la insurrección armada.

El concepto de la hegemonía, que Lenin elaboró desde 1905 y Trotski en 1906, indica que un determinado proceso social no tiene que ser efectuado y dirigido necesariamente por una “correspondiente” fuerza política, sino que, por ejemplo, una fuerza socialista puede promover el capitalismo para impulsar a largo plazo una sociedad contraria al capitalismo.

En este concepto se inició una “Nueva política económica” en 1921, a instancias de Lenin, para permitir otra vez el capitalismo, de modo que creciera la economía. Finalizaba el “comunismo de guerra” que confiscaba el excedente agrícola a los campesinos. Sería un capitalismo bajo hegemonía socialista, en que habría empresas privadas, cooperativas y del estado. Esta idea ha sido tabla de salvación de diferentes proyectos socialistas hasta el presente. Es lo que intentan hacer la República Popular China y los proyectos de Cuba, Vietnam y otros.

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La voluntad política de enfrentar todos los obstáculos para intentar una ruta radicalmente nueva mostró virtudes y limitaciones. La víspera de la toma del poder —25 de octubre de 1917, en el viejo calendario— Lenin debió estar hasta la madrugada convenciendo los demás dirigentes bolcheviques de que había que tomar el poder. El empuje revolucionario de los trabajadores, fundado en una aguda conciencia de clase, sobrepasaba el ánimo de la mayoría de los líderes bolcheviques. La proletaria Revolución de Octubre fue también contra los burócratas de los partidos de izquierda, y contra la propensión de líderes e intelectuales socialistas a seguir las costumbres y leyes heredadas.

Libro obligatorio para ver mejor esta sucesión de hazañas es Historia de la Revolución Rusa, que León Trotski escribió en 1930, en el exilio y en parte para contrarrestar la difamación a que lo sometió el gobierno de Stalin (un agente estalinista lo asesinó en 1940 en México). El texto tiene especial mérito por su autor haber sido un dirigente principal de la revolución que cumplió tareas esenciales; pero además por su claridad informativa y conceptual y belleza literaria.

Trotski ingresó al partido bolchevique en los meses previos a Octubre, como muchos otros, cuando arreciaba el torrente impetuoso de los obreros. Tenía suficiente ascendencia como para que los bolcheviques le encomendaran nada menos que la toma del poder, es decir realizar la insurrección, incautar las instalaciones estratégicas del estado y derrotar las resistencias armadas durante confrontaciones que, especialmente en Moscú, requirieron artillería y dejaron cientos de muertos. Se le encargó después organizar la fuerza armada que vino a llamarse Ejército Rojo y defendió la joven república contra invasiones y sublevaciones.

¿Se mantendrán los bolcheviques en el poder? ¿Cuánto resistirá el poder de los soviets? Son preguntas que se hace Lenin en escritos e intervenciones, a la vez que él y los demás trabajaban en un hormigueo incansable buscando solución a incontables problemas.

Como Robespierre en la Revolución Francesa, aunque en una versión más científica e intensa, Lenin explicaba en sentido teórico y estratégico cada fase del proceso, incluyendo el carácter del nuevo estado; los desdoblamientos de las contradicciones; los logros del pueblo; la función del partido proletario; los retos del movimiento; y la lucha de clases implicada en conflictos y sucesos que a menudo la gente difícilmente ve por estar sumergida en ellos. Tenía fe en las ideas, los argumentos y la instrucción. Se correspondía con un gobierno colectivo.

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Al desastre social y económico por la estupidez del zar de meter a Rusia en la guerra (que hoy llamamos Primera Guerra Mundial, 1914-1918) se añadió, después de la insurrección de Octubre, la guerra civil. La burguesía y la aristocracia organizaron un ejército “blanco” para aplastar la sorpresiva insolencia comunista. A auxiliarlo vino una invasión imperialista de ejércitos contrarrevolucionarios de Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Japón y otros países. Pero la revolución prevaleció.

Cinco años duró la guerra civil. A su término la devastación, la mortandad y la enfermedad eran tales, que alguien dijo en una reunión que hasta el mismo proletariado había desaparecido. Después de la guerra los soviets perdieron su carácter espontáneo y se subordinaron al gobierno.

Los soviets habían nacido durante una revolución derrotada, en 1905. Eran asambleas multitudinarias y “desordenadas” de trabajadores en las ciudades, a las que a menudo se unían soldados en masa. La institución se extendió a la ruralía entre los campesinos. A partir de 1917 hubo conferencias de soviets de toda Rusia. El soviet más combativo y políticamente decisivo era el de la capital, Petrogrado. (La ciudad retomó su nombre eclesiástico, San Petersburgo, después del colapso de la Unión Soviética en 1991.) Trotski fue uno de los dirigentes de este soviet en 1905 y 1917.

Que las masas tuvieran sus propios organismos deliberativos populares propulsó su audacia. A su vez, entre marzo y octubre de 1917 su disposición extraordinaria, especialmente en las ciudades y los núcleos industriales, recibió una creciente influencia política bolchevique en los soviets. Los bolcheviques se hicieron partido hegemónico en las instancias populares.

Una vez lanzan la insurección de Octubre en 1917, los bolcheviques logran apoyo creciente en las ciudades y el campo. Denuncian al gobierno burgués provisional que se había creado tras la abdicación del zar. Exhortan a los trabajadores a tomar las fábricas y a los campesinos a tomar las tierras, y suprimir por la fuerza la resistencia que presenten los patronos y terratenientes. Llaman a que el poder sea de los soviets. Llaman a asambleas en los países antes dominados por el imperio zarista, donde había también soviets.

Bolchevique quiere decir “mayoría”; su uso en este contexto corresponde a la facción que prevaleció frente a los mencheviques durante un debate del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso en 1903. En adelante fueron partidos aparte, aunque colaboraron ocasionalmente mientras seguían discutiendo entre sí; en 1912 se separaron finalmente. En 1918 los bolcheviques se renombraron Partido Comunista, para proponer explícitamente su ideal de sociedad.

Tal vocabulario correspondía a una izquierda dedicada a frecuentes controversias e intensa teorización. Diferente a algunas polémicas izquierdistas de nuestros tiempos, aquellas eran parte integrante de clases populares que querían entrar en la modernidad, no salir de ella. Prohibido y bajo persecución permanente en el zarismo, el marxismo ruso se formó en el clandestinaje (de aquí el uso común de seudónimos), el exilio y el entra y sale de la prisión, la cual era a menudo un destierro custodiado en Siberia.

Sus incesantes debates pueden relacionarse con las complejidades de un país a la vez atrasado y avanzado, medieval y moderno, oriental y occidental, multinacional y nacionalista, imperial y subordinado a otras potencias. Era un imperio reaccionario con una monarquía de mil años donde el feudalismo existió hasta 1861, pero con notables instituciones culturales y corrientes socialistas; cristiano-ortodoxo y antisemita, y con poblaciones musulmanas y judías.

El debate de 1903 había girado en torno a la propuesta de Lenin de que, dadas las condiciones rusas, el partido de trabajadores se construyera como uno disciplinado, de “revolucionarios profesionales”, metódico en la lucha armada así como en circunstancias pacíficas, electorales y parlamentarias, cuyos militantes tuvieran entrenamiento y educación política, con medios periodísticos propios, que contabilizara y evaluara sistemáticamete su proceso organizativo, incorporara los individuos más comprometidos, educara las masas y aprendiera de ellas, influyera las luchas amplias y se nutriera de ellas, y tuviese dirección colectiva. Las revoluciones se organizaban; requerían medios materiales de producción política, trabajo metódico, y teorías claras y solventes.

Catorce años después, la influencia bolchevique en los soviets y la victoria de la insurrección debieron bastante a esta forma de partido.

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A partir de Octubre se repitieron manifestaciones y marchas apoyando y celebrando la revolución. Cientos de miles de trabajadores y estudiantes en ciudades y provincias salieron a vitorearla y repudiar la intervención extranjera y la contrarrevolución. Desde todos los países millones de gentes miraban hacia Rusia con expectación y admiración.

A la vez se activaron las resistencias. En esto destacaron grupos de derecha, capitalistas, aristocráticos, monárquicos, terratenientes, nacionalistas y antisemitas; socialistas, como el Partido Socialista Revolucionario (PSR) de Kerenski —el líder del gobierno provisional recién depuesto— y el grupo anarquista de Makhno; y “liberales”, como el partido burgués de los Kadetes. Ejércitos extranjeros invadían el país, devastado a su vez por la paralización de la producción y por la guerra.

Los bolcheviques pidieron a otros grupos socialistas que se unieran al nuevo gobierno pero recibieron sólo negativas, con la excepción de un sector del PSR. Poco después este grupo también salió del gobierno, en rechazo a la decisión —defendida por Lenin— de sacar a Rusia de la guerra cediendo al enemigo parte del territorio.

Las agresiones externas y sublevaciones generaron una mentalidad de acoso en el grupo bolchevique. Lenin sobrevivió las heridas de un atentado a tiros perpetrado por una militante del PSR en 1918. A partir de aquí se reactivó la pena de muerte, que había sido abolida en Octubre de 1917. El caos, los atentados y sabotajes tuvieron como respuesta la creación de un aparato de represión y contrainteligencia, Cheka, que aplicó el “terror rojo” contra la contrarrevolución, la cual era vista como formada por tendencias diferentes e incluso opuestas entre sí.

En marzo de 1921, todavía en la guerra civil, el gobierno suprimió sangrientamente un alzamiento de soldados y civiles —simpatizantes de la revolución— en la guarnición de Kronstadt, promovido por anarquistas: un hecho desgraciado que contribuyó a que Lenin propusiera la “Nueva política económica”. Esta última alivió grandemente las tensiones sociales, pero quedó el aparato represivo. Años después el régimen de Stalin lo expandiría de forma inaudita para aplicar un terror del estado mucho más tenebroso y duradero, contrario a postulados esenciales de la revolución y a los mismos comunistas.

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En 1917 el núcleo ejecutivo del gobierno revolucionario fue un Comisariado Soviético del Pueblo(Sovnarkom), constituido por bolcheviques. El gobierno nacionalizó las compañías capitalistas financieras, industriales y comerciales (desde marzo de 1921 permitió empresas capitalistas, con regulaciones y límites; mantuvo en manos del estado la banca, el comercio exterior y servicios esenciales). Dio a los soviets control de las empresas. Expropió las tierras a los terratenientes y las distribuyó entre los campesinos. Expropió los bancos privados. Abolió deudas e hipotecas. Repudió la deuda externa. Elevó los salarios y redujo las horas de trabajo. Garantizó pensiones de retiro y creó el seguro social. Socializó (hizo gratis) los servicios de salud y la educación a todos los niveles. Hizo obligatoria la educación de todos los niños. Los salarios de sus funcionarios fueron al nivel promedio de los trabajadores. Nacionalizó los edificios y empezó a garantizar vivienda para todos. Estableció la igualdad de la mujer en lo civil, laboral y educativo. Garantizó el derecho al divorcio y al aborto. Des-criminalizó la homosexualidad, por primera vez en el mundo. Admitió personas gay en altos niveles del gobierno. Abolió los títulos y rangos de nobleza, y la herencia. En las fuerzas armadas abolió las jerarquías y los correspondientes saludos. Separó la iglesia del estado. Nacionalizó las tierras y propiedades de la iglesia. Terminó la dinastía zarista fusilando la familia real. Instaló imprentas regionalmente para estimular la discusión y la libre expresión popular. Sacó a Rusia de la guerra. En lo internacional insistió en la paz y la cooperación. Proclamó el derecho a la autodeterminación e independencia de las naciones del ex-imperio ruso y las invitó a unirse al proyecto socialista (quince repúblicas después integraron la URSS). La revolución influenció las poblaciones islámicas del ex-imperio —sobre todo en naciones de Asia central y occidental—, las cuales se acercaron al socialismo y alejaron del fundamentalismo y la reacción.

En 1919 se fundó en Moscú la Internacional Comunista, que promovió la formación de partidos comunistas en todos los países, organizó la colaboración y unidad ideológica entre ellos, hizo conferencias para discutir las realidades particulares y trazar política, y difundió por el mundo las obras de Marx y Engels en decenas de idiomas y ediciones populares. Sembró el pánico entre la clase capitalista a escala global. En 1923 se creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en no poca medida desde arriba. Como la revolución que la hizo posible, la URSS fue objeto de odio feroz de la burguesía mundial y especialmente sus grupos de extrema derecha, que la supusieron causa del comunismo. En los años 20 las potencias capitalistas empezaron a reconocer el gobierno soviético. Estados Unidos —bajo Roosevelt— lo reconoció en 1933.

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Hacia fines de los años 20 la “Nueva política económica” fue dejando de aplicarse. En 1928 hubo una grave escasez de alimento en las ciudades. En vez de procurar una solución política, Stalin inició una colosal represión del campesinado. La violencia represiva se generalizó y en los años 30 cayó sobre los propios comunistas. De aquí surgió un nuevo régimen.

El gobierno de Stalin asesinó miles de comunistas —o los forzó al suicidio, el colapso psicológico y la prisión—, incluido el liderato del partido. Asesinó la generación que había hecho la revolución y comunistas de otras naciones que vivían en Rusia. Mandó a matar comunistas en otros países. Frenó y condicionó la solidaridad hacia otros pueblos, reduciendo la Internacional a una oficina burocrática. Moldeó un estado fundado en aparatos de policía y burocracia, llamado luego “totalitario” por la propaganda norteamericana. Este régimen ha sido calificado como una contrarrevolución por numerosos comunistas y simpatizantes del socialismo. Inició una forma empobrecida de “socialismo” que le ha restado autoridad moral al ideal hasta nuestros días.

La información sobre los crímenes de Stalin —quien murió en 1953— se amplió en 1956 tras la publicación, en la prensa occidental, del discurso secreto de Nikita Krushchov ante el congreso 20vo del Partido Comunista de la URSS, que sorpresivamente reveló la liquidación masiva de comunistas y otros ciudadanos. Señaló que un “culto a la personalidad” había llevado a Stalin a contravenir los ideales comunistas y el leninismo, violando crasamente las leyes. Fue una crítica limitada, desde la cúpula del mismo aparato burocrático que el estalinismo había creado. El informe produjo un deprimente shock en miles de militantes comunistas en Rusia y alrededor del mundo.

La realidad era aún más monstruosa. La llamada colectivización de la agricultura que lanzó Stalin en 1929 expulsó de sus tierras a millones de campesinos. Fue un genocidio. Se calcula que cinco millones de campesinos murieron en la URSS entre 1931 y 1933, en la hambruna más grande en la historia de Europa. El hambre forzó a comer hierba, objetos, plantas, perros, ratas, pedazos de personas muertas, e incluso a la gente a matarse entre sí. En Ucrania el exterminio de campesinos fue también represión política deliberada, por el ánimo rebelde que esta república había mostrado.

Estas experiencias abrumadoras y frustrantes, que en los años 30 todavía estaban parcialmente ocultas e inciertas en la mirada pública y mundial, seguramente llevaron al comunista italiano Antonio Gramsci a subrayar que para el proyecto de la clase obrera es indispensable la formación de intelectuales, y que para prevalecer, un movimiento político debe tener ascendencia moral e intelectual y desarrollar la hegemonía y las alianzas.

Hubo pues elementos de continuidad, pero también de ruptura, entre Lenin y Stalin. Con su “socialismo” a costa de los trabajadores, bizarro y desfigurado, el estalinismo mató el proyecto que el primer momento de la república soviética había proclamado y querido empezar, si bien manteniendo relación de continuidad en el discurso, los símbolos, la literatura oficial y rasgos de la economía y las instituciones. Fue la forma brutal que Stalin vio para construir la economía y hacer al país capaz de sobrevivir en el capitalismo mundial. No debía haber revolucionarios comunistas ni derechos ciudadanos que obstaculizaran su nuevo estado.

Este proceso a menudo es simplificado y banalizado por el sistema mediático, el cual suele olvidar que las potencias capitalistas esclavizaron y asesinaron también millones —africanos, indígenas, pueblos coloniales, obreros, etc— para construir sus economías modernas, si bien durante periodos más largos. Desde luego, que se hiciera a nombre del comunismo resultaba una contradicción radical y de principio.

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Máximo oponente de Stalin, Trotski escribió: “En su función intermediaria y reguladora, su compromiso con mantener los rangos sociales y su explotación del aparato del estado para propósitos personales, la burocracia soviética es similar a cualquier otra burocracia, especialmente la fascista. Pero es también diferente en un vasto sentido. En ningún otro régimen una burocracia ha adquirido tal grado de independencia respecto a la clase dominante. En la sociedad burguesa la burocracia representa los intereses de una clase propietaria y educada, que diariamente tiene a su disposición innumerables medios de control en la administración de todos los asuntos. La burocracia soviética se ha elevado por encima de una clase [la obrera]que a duras penas está saliendo de la pobreza extrema y el oscurantismo, y no tiene tradición de dominar o dirigir. Mientras los fascistas, cuando están en el poder, están unidos con la gran burguesía por lazos de intereses comunes, amistad, matrimonio, etc., la burocracia soviética toma las costumbres burguesas sin tener a su lado una burguesía nacional. En este sentido no podemos negar que es algo más que una burocracia. Es, en el pleno sentido de la palabra, el único estrato privilegiado y dirigente de la sociedad soviética. […]

“La burocracia soviética ha expropiado políticamente al proletariado, mediante formas muy particulares suyas, en función de defender las conquistas sociales. Pero el hecho mismo de su apropiación del poder político en un país donde los principales medios de producción están en manos del estado, crea un relación nueva, hasta ahora desconocida, entre la burocracia y la riqueza de la nación. Los medios de producción pertenecen al estado. Pero el estado, por así decir, ‘pertenece’ a la burocracia. Si estas relaciones, completamente nuevas, se solidificaran, se hicieran la norma y se legalizaran, con o sin resistencia de los trabajadores, podrían llevar a largo plazo a una completa liquidación de las conquistas sociales de la revolución proletaria. Pero hablar de esto por ahora es cuando menos prematuro. […]

“El intento de representar la burocracia soviética como una clase de ‘capitalistas de estado’ no resiste la crítica. La burocracia no tiene acciones ni bonos. Sus miembros son reclutados, suplementados y renovados a manera de una jerarquía administrativa, independientemente de cualquier relación de propiedad suya particular. El burócrata individual no puede traspasar a sus herederos sus derechos en su usufructo del aparato del estado. La burocracia goza de sus privilegios en forma de un abuso de poder. Oculta sus ingresos; pretende que como grupo social ni siquiera existe. Su apropiación de una gran parte del ingreso nacional tiene el carácter de parasitismo social. Todo esto hace la posición del estrato dirigente soviético sumamente contradictoria, equívoca e indecorosa, a pesar de la plenitud de sus poderes y de la cortina de humo que la disimula. […]

“[…] las relaciones de propiedad que surgieron de la revolución socialista son indivisibles del nuevo estado como su depositario. […] el carácter de la economía como un todo depende del carácter del poder del estado. Un colapso del régimen soviético llevaría inevitablemente al colapso de la economía planificada, y de aquí a la abolición de la propiedad estatal. […] Pero si un gobierno socialista es todavía absolutamente necesario para la preservación y desarrollo de una economía planificada, la cuestión se hace más importante de sobre quién descansa el gobierno soviético, y en qué medida está asegurado el carácter socialista de su política. […] Ya que, de todos los estratos de la sociedad soviética la burocracia es el que mejor ha resuelto su problema social, y está muy satisfecha con su situación actual, ha dejado de ofrecer garantías subjetivas sobre la dirección socialista de su política. Conserva la propiedad estatal sólo en tanto le teme al proletariado. Este temor preventivo es alimentado por el partido ilegal de los bolcheviques leninistas, el cual es la expresión más consciente de las tendencias socialistas que se oponen a la reacción burguesa con que la burocracia terminodoriana está saturada”. (La revolución traicionada)

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A la vez que continuó su socialismo burocrático —especialmente después de la muerte del dictador—, la URSS respaldó, limitadamente, luchas en África, Asia, el Caribe y el mundo árabe que en algunos casos desembocaron en revoluciones y estados inspirados por el socialismo. Los partidos comunistas y los variados grupos marxistas que surgieron en múltiples países en torno a las revoluciones del siglo XX promovieron nuevas discusiones sobre el imperialismo, la guerra, la liberación nacional y muchos otros temas sobre cultura y sociedad.

La URSS apoyó a India e Irlanda frente el colonialismo británico, a la república española, al pueblo palestino contra la opresión de Israel, las revoluciones de China, Vietnam y Cuba, los movimientos anticoloniales en Noráfrica, los países indochinos contra la bárbara agresión norteamericana, las luchas armadas de independencia en las excolonias portuguesas en África, las movilizaciones antirracistas en Suráfrica y Estados Unidos, la lucha anticolonial de Puerto Rico, y la búsqueda de “vías no capitalistas” de desarrollo en el tercer mundo.

Quizá su logro más dramático, y no sólo del ejército sino de las masas populares, fue derrotar el fascismo alemán. En una valerosa movilización colectiva pocas veces vista, las fuerzas soviéticas expulsaron los ejércitos nazis del territorio de la URSS, los empujaron hasta Berlín, tomaron la capital alemana, y en abril de 1945 terminaron la guerra. La Unión Soviética perdió cerca de 23 millones de seres humanos a causa de la ocupación alemana y la Segunda Guerra.

La URSS elevó el nivel de vida de su población y brindó servicios a los trabajadores de que en general carecen todavía las sociedades capitalistas. Inauguró, en la práctica y en sus instituciones de ciencias sociales, una de los cuestiones más importantes del mundo presente, la del desarrollo de los países pobres y “atrasados”. A la experiencia soviética se han remitido muchos países independizados después de 1945.

Pero desde los años 50 su forma de desarrollo económico persiguió competir contra las grandes potencias industrial-militares, y en buena medida imitarlas. De modo que produjo daños ambientales graves. El movimiento ecologista despegó en Alemania del Este en los 70 como parte de las críticas al “socialismo realmente existente” (la frase irónica con que algunos llamaron a este socialismo).

En el verano de 1945 Estados Unidos, Inglaterra y su aún aliada URSS —que tras la guerra actuaba como nueva potencia mundial— se repartieron Europa en “zonas de influencia”. La Unión Soviética instaló estados encabezados por grupos comunistas, mayormente de burócratas, en Alemania del Este, Checoeslovaquia, Polonia, Hungría, Bulgaria y Rumania: el “campo socialista”. No pudo sin embargo competir contra los nuevos desarrollos tecnológicos y del mercado global ni suprimir los reclamos democráticos y culturales de las masas populares, y en 1991 colapsó, meses después de derrumbarse sus estados aliados de Europa oriental.

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Que en 1991 la Unión Soviética cayera como un castillo de naipes en cuestión de días dejó ver la precariedad del alegato de Stalin, formulado originalmente en 1924 y repetido por el grupo dirigente soviético todavía en la década de 1980, de que la URSS estaba construyendo una sociedad “socialista”.

Desde abril de 1917 y durante la joven república soviética (sobre todo tras la “Nueva política económica”), era aceptada la visión de que la revolución no pretendía instalar el socialismo —es decir, según la teoría la primera fase de la eventual sociedad comunista, en que todavía existen clases sociales, el estado y el dinero—, sino un gobierno fundado en el poder popular (de los soviets) sobre el capital. El socialismo requería un proceso socialista internacional y por tanto estimular los movimientos de los demás países. La idea de que el socialismo implicaba la “revolución mundial” había sido un punto de partida —un principio—, y de aquí la creación de la tercera Internacional en 1919.

Sin embargo el estalinismo produjo una política internacional que giraba en torno a los intereses del estado soviético y su burocracia. El Partido Comunista ruso controlaba las decisiones de los partidos de los demás países, así como Rusia controlaba la política de las otras repúblicas de la URSS. Aún cuando sus culturas e historias eran muy distintas, los otros partidos calcaban los discursos y formas del partido “hermano mayor” de Rusia.

El interés estatalista estrecho soviético —al cual se adherían no pocos comunistas burocráticos de otras naciones, que residían en Rusia como funcionarios de la Internacional o Comintern, a menudo por miedo a perder la vida— se combinó con una irresponsabilidad intelectual y moral en los análisis políticos que provocó verdaderos desastres en las luchas comunistas. Virajes repentinos en la política de la Internacional trágicamente llevaron, por ejemplo, a abstenerse de combatir el ascenso del nazismo en Alemania y subestimar la necesidad crucial de las alianzas antifascistas, y a instruir levantamientos en China mientras favorecía al partido opuesto, el capitalista nacionalista, que entonces masacró miles de comunistas en Shanghai. Más adelante en los años 30 aplicó una línea contraria, promover frentes antifascistas a través del mundo; en estas alianzas los comunistas debieron someterse a la lógica burguesa, en lugar de luchar por la hegemonía de la clase trabajadora.

Trotski se opuso a que los partidos de los otros países giraran en torno a la URSS y reclamó el principio de la revolución internacional, insistiendo en que el socialismo era posible sólo en un proceso mundial. Pero Stalin obtuvo fácilmente mayoría al plantear que, estando aislada la URSS, procedía construir el “socialismo en un solo país”. Su argumento encontró genuino eco en muchos comunistas de los demás países; la prioridad era respaldar el “bastión” que se había conquistado. El ideal de una revolución mundial lucía abstracto y formalista, mientras las naciones particulares cobraban creciente importancia como escenarios concretos.

Sin embargo había una falacia en el argumento de Stalin, pues si bien era razonable defender la URSS, alegar que ésta estaba en la fase socialista era una exageración grosera, que años después sirvió para disimular grandes y sangrientas represiones. En 1926 Gramsci expresó en una carta que si bien la Revolución Rusa había demostrado que la clase obrera podía tomar el poder político, todavía faltaba demostrar que pudiese construir el socialismo.

La facilidad con que en 1990-91 las fuerzas procapitalistas y los aparatos de inteligencia estadounidenses se hicieron cargo del desmantelamiento de la URSS, y la escasa transformación socialista de la sociedad y la cultura que se ha visto en Rusia y los demás países “ex-soviéticos”, confirman la contención de Gramsci.

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No circula ya el comunismo que la Internacional propagó a nivel mundial. Si bien en su periodo revolucionario y más edificante —entre 1919 y los primeros años de la década de 1920— requirió a sus partidos miembros que fuesen originales y creativos y actuaran según las circunstancias sociales de sus países, la Internacional les requirió además adecuarse a lineamientos programáticos y modos organizacionales que implicaban a menudo sacrificar la vida personal y civil, en una visión de que la revolución mundial no sólo era probable, sino inminente.

Pero en las generaciones recientes la vida individual y cívica se ha ampliado con el crecimiento de los mercados, el consumo, la educación, la cultura moderna y la influencia cultural americana. Esta modernidad ha resultado en gran parte de luchas sociales, sindicales, políticas y ambientales de las clases populares y grupos oprimidos por causa de género, raza, etnicidad, religión, cultura, colonialismo.

El capitalismo hoy endurece sus estructuras coercitivas, enfrenta desafíos y exhibe decadencia y corrupción, y a la vez genera abundancia. Desde fines de siglo XX ha tenido bastante éxito en erradicar el socialismo de la conversación pública en no pocos sitios, lo que priva a las clases populares y los jóvenes de un formidable arsenal de teorías, métodos y experiencias. Ha logrado promoverse como motor de desarrollo y formación de naciones. Ha creado mecanismos de consenso, y un aparato represivo y militar global. Usa a su favor sus propias aflicciones y contradicciones. Las crisis económicas producen nuevas oportunidades de inversión. Su carácter mundial propicia la emigración como alivio a la explotación y al masivo desempleo. La renovación incesante de las fuerzas productivas —ciencia y tecnología— amplía el consumo, independizándolo de la producción, y crea mercados nuevos. El estado-nación se hace sitio de posibles reformas en favor de las clases populares. La movilidad geográfica y educativa contrarresta los bajos salarios. El sistema financiero integra mucha gente a la inversión monetaria y la lucha por el dinero. Tendencias duras del imperialismo coexisten con usos diferentes del estado nacional y del mercado por gobiernos y grupos progresistas, incluso socialistas.

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En numerosos escritos y polémicas desde principios del siglo XX Lenin luchó para formar una identidad inconfundible del “marxismo” como cuerpo teórico, una suerte de filosofía y ciencia de la revolución, del capitalismo y de la sociedad. Buscaba evitar que se asimilara al capitalismo mediante usos oportunistas, reformistas y colonialistas.

Sin embargo la Revolución de Octubre y la república soviética, además de ser acontecimientos inéditos y espectaculares, produjeron contribuciones teóricas que expandieron el “marxismo” y lo diferenciaron de la obra de Marx. Esta diferenciación creció a partir de la voluminosa obra del mismo Lenin y muchos otros, aplicada en proyectos políticos concretos.

La Revolución Rusa produjo la globalización del comunismo, el cual se diseminó en Asia, África, las Américas, el mundo árabe, Oceanía, el sur europeo y el Sur global, incluyendo las etnias subordinadas que existen en los países. El marxismo busca superar sus rasgos eurocéntricos y centrados en las culturas germánica y anglófona. De aquí que a veces se hable de “marxismos”.

La identidad teórica y política que se ha atribuido al marxismo, como el cuerpo homogéneo que circuló durante sesenta y tantos años, se debilita una vez se disipan las perspectivas del derrocamiento violento del estado capitalista y en tanto desaparecen estados y partidos estalinistas que la difundieron —a su manera— bastante. Insistir en dicha identidad ignorando los cambios socioculturales del último siglo sugiere el molde religioso que a menudo subyace en la mente moderna, previo a hacerse investigativa y crítica.

Es probable que la identidad del comunismo cambie según las circunstancias históricas. Acaso tiende a hacerse cohesiva y uniforme en tiempos de ofensiva revolucionaria, y se dilata y cuestiona más en periodos y lugares en que la hegemonía capitalista es extendida. Elementos particulares de esta rica y multifacética teoría pueden ser elaborados con relativa autonomía, e impulsar las luchas populares según cada caso.

La Revolución de Octubre se mantiene como una de las más fértiles y productivas convulsiones del mundo moderno, aunque sea “olvidada” y banalizada en el sistema mediático. Su triunfo práctico instaló el comunismo en la visión colectiva de la humanidad, mostró el carácter dictatorial del capital y de toda dominación de clase, y propulsó revoluciones y movimientos en otros países.

Representa el momento en que la clase trabajadora se moviliza de forma independiente —una independencia política, ideológica y mental— y se dispone a formar un estado nuevo, gobernado por las clases mayoritarias y solidario con los demás pueblos del mundo. Esta posibilidad es siempre el mayor temor de las clases dominantes.

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Cobertura:
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Reseña biográfica:
Héctor Meléndez (San Juan, 1953) es catedrático de ciencias sociales de la Universidad de Puerto Rico. Ha publicado libros y artículos sobre sociedad, cultura y política, incluyendo Breve resumen de la hipótesis comunista (Callejón, San Juan, 2015). Dicta cursos de teoría social y política, entre ellos sobre teoría del estado, teoría marxista, e imperialismo y colonialismo.
Editor:
Umbral

Licencia:
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